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Aguas

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I

Agua que no se ve

Para los humanos, cualquier lugar habitable es el principio de una ruta hacia el agua. Como para las demás especies, vivir es amigarla. Hacerla vecina. Cuidarla. Toda lugareña, donde quiera que se encuentre, es también una aguareña; aunque ahora no lo sepa, aunque no conozca por dónde discurre o se arremolina el agua que la sostiene. Esa proximidad a una fuente no podría ser de otra manera. Compartir el mapa colectivo del agua disponible era asunto evidente cuando nuestras coordenadas espaciales y nuestras rutas cotidianas coincidían con la simple geografía del paisaje ante nuestros ojos. Entonces, el situarnos aquí o allá, el demarcar el predio que habitábamos, el escoger un paisaje para ser—o un pasaje para ir y volver—era establecer una serie de lugares vis à vis a los que ya pertenecían al agua. Ya no es así. El agua necesaria para la vida hace una ruta desconocida hacia cada uno. Para la mayoría, el agua dulce ha sucumbido al acto de magia que la hace desaparecer como abasto y reaparecer tímida como chorrito de alguna llave o como regadera en la ducha que regulamos con tanto cuidado. El agua dulce dejó de ser una geografía para pasar a ser un flujo oculto, ajeno y con el cual resulta imposible establecer los vínculos que sirvan de base para cuidarlo.

No sin hacer algunos esfuerzos, aprendí recientemente que el agua que sale por las llaves de mi casa—salobre y con trazas de metales pesados—comienza su ruta hasta mi barrio desde un embalse que queda a 34 millas. Construido hace más de medio siglo, el embalse Lucchetti en Yauco tiene la misma edad que la constitución de mi país y como esta, también ha perdido la mitad de sus capacidades. El grupo ambiental Frente Unido del Valle de Lajas, advertía este verano a la prensa de Puerto Rico que “la última evaluación que se hizo de la capacidad de estos embalses fue hace 20 años, del 1997 al 2000, y [que] la misma arrojó que se había perdido 33% de su capacidad.” “Nosotros estimamos”, decían los ecologistas “que los niveles de sedimentación actuales son críticamente altos.”1

El embalse Lucchetti, uno de los 36 construidos en un país que carece de lagos naturales, fue diseñado—como casi todo en el siglo pasado—para la modernización del país. Serviría para la generación eléctrica, los usos agrícolas del Valle de Lajas y las necesidades domésticas de los municipios circundantes. Al embalse lo alimenta el Río Yauco, el Río Loco y sus respectivos tributarios, el Río Duey y la Quebrada Grande. Sin embargo, estos afluentes carecen del caudal necesario para su operación. A través de un sistema de túneles, se desvía hacia Lucchetti el agua de otros dos embalses: el Yahuecas en Adjuntas y el Guayo, entre Adjuntas y Lares, ambos en las laderas norte de la cuenca del Río Grande de Manatí. El agua del embalse Lucchetti se descarga al Canal de Riego del Valle de Lajas, vinculando así tres sistemas hidrológicos naturalmente independientes en el sur del país—los de los Ríos Yauco y Loco y el del Canal de Riego de Lajas—con abastos que provienen de uno de los ríos más importantes en el norte.2

El agua dulce llega a mi vecindario por una ruta inescrutable en cualquier mapa. Para revincularme a ella—y procurar su salud como procura el agua la nuestra—tendría que hacerse visible, conocer de donde proviene, aprender a corroborar las condiciones de los cuerpos que nos la abastecen. Si no reconstruimos, comunidad a comunidad, barrio por barrio, la ruta al agua que nos sostiene y, que en algún grado todos hemos perdido, no podemos reestablecer relaciones de cuidado mutuo con las condiciones de la vida misma. Tampoco podremos reintegrarla a la nueva geografía cotidiana en la que, y por miles de años, fue un referente esencial. Permanecerá, como hasta ahora, en la larga lista de las cosas que la modernización tornó incomprensible.

Para quienes intenten convencerse de que el gobierno atiende adecuadamente estos asuntos vitales tan solo tienen que remitirse a los tweets publicados recientemente por la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados (AAA). Su hashtag #GotaAGotaSeAgota es un mea culpa. El comunicador da por sentado que a la comunidad solo le interesa la ruta de los camiones cisterna en los días en los que se interrumpa el servicio, sin reparar en cualquier estrategia para recuperar los acuíferos que les suplen. Al ocultar las rutas de la vida, hemos normalizado las condiciones del desastre.

Del esquemático recorrido que hace el agua que llega a mi barrio, solo puedo reconocer uno de sus elementos. Al Río Loco lo cruzo en ruta hacia el trabajo al menos dos veces por semana. Si el tráfico está lento, aprovecho para buscarlo antes que se esconda debajo del puente por el que transito. La última vez que su caudal anegó ese mismo puente y suspendió por días todo el tránsito, el huracán María había depositado 37 pulgadas de lluvia sobre Toro Negro en Ciales; allá por donde nace el Río Grande de Manatí que nos regala sus aguas sin saberlo.3 Cuando las copiosas lluvias de la montaña hacen al Río Loco explicar su nombre se suspende el servicio para los que dependemos del Canal de Riego del Valle de Lajas. Tras el huracán María, le tomó semanas de trabajo a las brigadas conjuntas de la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados y de los municipios cercanos, remover el lodazal formado por la estruendosa torrente. Con los canales anegados y los grifos secos, la lluvia volvió a ser nuestra única fuente de agua por muchos días. Del agua dulce, la lluvia parece ser la única que resiste los sortilegios de la ingeniería, aunque no se libra de los efectos del mal llamado “desarrollo” ni de los crecientes estragos de la crisis climática.



II

Agua que siempre está


Antes de ser lluvia, manantial, arroyo, torrente, río, caudal, embalse, estiaje, acuífero, o riego cada gota fue ola de mar o profundidad oceánica. El agua que nos arraiga a un sitio es fugitiva de algún mar al que irremediablemente regresará. La lluvia que cae del cielo puso en suspenso su origen salitroso de vida marina. Esa agua original, imposible tanto de beber como de ignorar, es la única que está siempre presente en mi barrio, en el que, además de estar muy lejos de sus abastos, suele llover muy poco.

Puerto Rico tiene 800 corrientes de agua superficiales y 1,225 playas en sus 799 millas de costa. En mi pueblo costero se encuentra una de cada diez playas del país. Solo la isla municipio de Vieques cuenta con un mayor número.4 No hace falta acercarte a la costa, para que el mar sea aquí ubicuo. Lo veo al sacar la basura, al buscar las cartas en el buzón, al cruzar la calle para recoger el paquete que me guardó el vecino, al salir en el carro en dirección a cualquier sitio. Como donde vivo no hay ni parques ni bibliotecas, todo paseo es al mar. Si hace mucho calor, vuelves. Si quieres declarar unas vacaciones por un par de horas, está esperando. Si vienen amigos “de afuera”, quieres celebrar un cumpleaños, o es el comienzo del nuevo año, también.

Después de María esa presencia constante, ese horizonte compartido que define la geografía de toda la comarca y acompaña mi estar en el mundo, se volvió insuficiente para anclar mi sentido de pertenencia al único lugar que he considerado mi casa. Aun teniendo toda esa agua salada que resplandecía al sol como si nada hubiera ocurrido, sobrevivir la secuela del huracán ha implicado una relocalización imaginaria, una renegociación con las condiciones de mi permanencia en el lugar que comparto con tanta costa, un arsenal de nuevas estrategias para arraigarme a la geografía salitrosa donde he sido feliz.

Para muchos de mis compatriotas, la relocalización no ha tenido nada de imaginario. A la prolongada ausencia del agua que se va sin que nos hayamos enterado nunca de donde viene y de la electricidad que nos amenazó con no regresar, se le sumaron los daños a las viviendas, el cierre de más escuelas, la pérdida de salario o ingresos y la falta de acceso a servicios esenciales como los de salud. Tanta ausencia causó desarraigo. Antes que la gente se fuera de sus lugares, los lugares desolaron a su gente. Como una casa a la que tumban los vientos, los lugares implosionan y se vuelven incapaces de sostener la vida que antes tuvimos. Aunque las cifras varían, una serie de cálculos muy educados estiman que, de septiembre a diciembre de 2017, 208,000 personas abandonaron las islas de Puerto Rico. Unas 143,000 no habían regresado al inicio del verano del 2018, por si pensaban volver.5

Entre los que pudimos permanecer—una especie de lujo que abona a la culpa del superviviente que ya muchos sufrimos—observó una relocalización in situ que se expresa en dos formas distintas que también reconozco en mí. Seguramente hay muchas otras. Me alegra el furor con el que allegamos pequeñas o grandes inversiones para disminuir la posibilidad que el lugar amado vuelva a abandonarnos. Más que una reconstrucción, a veces parece que estamos embarcados en una especie de bunkerización. Organizaciones humanitarias como la Cruz Roja y Mercy Corps, y ambientales como Para la Naturaleza o Casa Pueblo están en vías de completar la instalación de sistemas fotovoltaicos con resguardo de baterías en cientos de centros comunitarios para añadir sustentabilidad y autonomía a las comunidades donde están enclavados. Casa Pueblo, quien ha energizado con la misma tecnología casas familiares y negocios locales, impulsa ahora la construcción de una micro red solar para el centro del pueblo de Adjuntas. La primera red solar comunitaria que ya energiza dos docenas de casas se estableció en Toro Negro, Ciales, por donde nace el Río Grande de Manatí. La primera Cooperativa Hidroeléctrica de la Montaña compite por rehabilitar las represas de dos embalses en Utuado—los lagos Caonillas y Dos Bocas—para producir los 43 megavatios que son su capacidad máxima. Con esta pudiera suplirse de modo sustentable la demanda energética de tres pueblos vecinos, Jayuya, Adjuntas y Utuado, y vender el considerable excedente a la cercana ciudad de Ponce.6 El primer Consorcio Energético de la Montaña fue formado por los alcaldes de los municipios de Villalba, Orocovis, Morovis, Ciales, y Barranquitas para generar 130 megavatios de energía a través de las hidroeléctricas de Toro Negro, suplementadas por fincas solares y un sistema de almacenamiento de energía.7 A su vez, unos 15,000 abonados de la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE) ya le economizan al país la producción de unos 70 megavatios al participar del programa de medición neta. A través de este acuerdo cada abonado puede enviar a la AEE la energía en exceso que producen en sus hogares y negocios y recibir por ella un crédito.8

Si a esa voluntad de contar con fuentes de energía que no dependan de las materias primas importadas, se le suman los cientos de huertos caseros y comunitarios, las miles de instalaciones de sistemas de recolección de agua de lluvia, las subvenciones entregadas a la pequeños agricultores locales, el impulso a la agroecología y los proyectos de reforestación, entre los que destaca los que impulsa Para la Naturaleza, una obtiene un mapa de un país que está luchando por apuntalar sus sitios para poder permanecer. Estamos construyendo condiciones de permanencia ante la adversidad. No lo estamos haciendo devolviendo las cosas a su lugar, si no añadiendo formas descentralizadas de almacenar sol y lluvia para enfrentar, con menor riesgo y sufrimiento, calamidades como la que ya pasamos. No estamos reconstruyendo. Estamos construyendo una nueva geografía, un mapa compartido para poder reencontrar fácilmente todo cuanto ha venido de tan lejos. Estamos enclavando nuestros sitios a tierra para que estos no nos abandonen.



III

Agua de la que salimos


La litosfera es la fraccionada capa rocosa que constituye el exterior de nuestro planeta. Sobre ella vivimos todos, en pedazos grandes o más chicos, chocando contra los vecinos, rozándolos, empujándolos, sumergiéndonos debajo de ellos, o separándonos más. La Placa del Caribe es una de las más pequeñas. Sobre ella, y al este está el arco de las Antillas Menores; al sur, la costa norte de Suramérica; al norte La Española y el sureste de Cuba; al oeste, el arco de Centroamérica, incluyendo su costa pacífica.

Cuando las placas de América del Sur y América del Norte comenzaron a separarse, y dejaban cada una por su lado al gran continente que fue Pangea, la Placa del Caribe, aun sin sus islas, comenzó a ocupar el espacio marino que se iba abriendo entre los nuevos continentes. Esto fue antes de que existieran las bellas islas del Caribe. En su manuscrito “Evolución Geológica de Puerto Rico” el geomorfólogo José Molinelli, profesor de la Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, nos explica que Puerto Rico, así como las demás Antillas Mayores, surgieron de la actividad volcánica submarina: la que se produjo por convergencia y subducción de la Placa de Farallón en el Pacífico con una porción de la Placa de Norteamérica que es ahora la Placa del Caribe.9 Según Molinelli, quince kilómetros de rocas volcánicas apiladas formaron nuestras islas. Nacieron en un lugar algo distante, más cerca de Centroamérica, en el espacio entre la Península de Yucatán y la actual Colombia. Cuenta Molinelli que allí fue a dar contra ellas una meseta oceánica, producida por la actividad volcánica en las Islas Galápagos.10 Ese choque desplazó las Antillas hacia una nueva colisión con la plataforma de Las Bahamas. De esta compresión, la enorme Cuba se separó del resto de las Antillas y se unió a la Placa de Norteamérica. De ahí brotaron las montañas caribeñas, incluyendo nuestra Cordillera Central, y emergió parte del fondo del lecho marino formando lo que es hoy el área de Sierra Bermeja, entre Cabo Rojo y Lajas.11

Vivo a pocas millas de ahí y la Sierra es parte del paisaje. Debí haber ido decenas de veces a las mismas reuniones de facultad a las que asistió el profesor Johannes Schellekens, un holandés que fue director del Departamento de Geología de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez y quien descubrió en los pedernales de la Sierra unos fósiles microscópicos que datan 195 millones de años.12 Resulta que los fósiles de Schellekens eran las huellas de organismos que vivieron en el Océano Pacífico. Algún colega me debió haber contado del descubrimiento antes que me mudara a un barrio que colinda con Pedernales, y mucho antes que aprendiera que el pedernal es una roca rojiza que se forma en las profundidades submarinas.

Después de María esos datos dejaron de ser curiosidades científicas y se volvieron parte de una nueva geografía personal. Me sobrecoge pensarme vecina de un pedazo de tierra que se desprendió del fondo de un océano inmenso que queda ahora al otro lado del mundo y al que he cruzado solo dos veces, cuando la crisis climática nos parecía menos apremiante. Me sorprende habitar un mundo en el que el tengo ideas igualmente imprecisas acerca del agua que llega a mi casa como acerca del antiquísimo origen marino de la tierra que habito. Veo que tejo en mi imaginación estas dos historias con una voluntad recién descubierta: la de reconstruir la geografía del lugar que habito como una propia. Sé que solo en mi imaginación y en el breve lapso de mi vida, el agua de un embalse que fue símbolo de progreso para las generaciones de mis padres encontrará algo en común con unas rocas submarinas del periodo jurásico. Me consuela saber que ninguna de las partes de esta nueva geografía, profundamente disímil y conmovedoramente fortuita, permanecerá eternamente en el mismo mapa. Descubro que están juntas por la amorosa curiosidad con las que las atiendo, aunque distintas formas de inercia terminarán por descolocarlas.

Agradezco a Michy Marxuach y a Marco Abarca su interlocución, lectura y comentarios. Fueron ellos quienes comenzaron el trabajo de conceptualizar la relación de los puertorriqueños con el agua, tema que la crisis climática torna cada día en uno más acuciante.

  1. Lester Jiménez, “Preocupa la vida útil del Distrito de Riego del Valle de Lajas,” Primera Hora, June 6, 2019, https://www.primerahora.com/suroeste/noticias/puertorico/nota/preocupalavidautildeldistritoderiegodelvalledelajas-1346455/).
  2. Ferdinand Quiñones. Recursos de Agua de Puerto Rico. www.recursosaguapuertorico.com/Distritos-Riego.html (23 de julio de 2019).
  3. Ariel Lugo, Social-Ecological-Technological Effects of Hurricane María on Puerto Rico: Planning for Resilience under Extreme Events. Cham, Switzerland: Springer, 2019.
  4. DRNA: Programa de Manejo de la Zona Costanera (2017). Estado de la Costa de Puerto Rico. Ernesto L. Díaz y Karla M. Hevia, editores. http://drna.pr.gov/wp-content/uploads/2017/08/EstadoDeLaCostaPR-2017.pdf.
  5. Matt Kaneshiro et al., “Population of Puerto Rico not displaced by Hurricanes (for now): It’s the economy.” Statistics Institute. https://estadisticas.pr/en/datos-del-huracan-maria (23 de julio de 2019).
  6. La Cooperativa Hidroeléctrica de la Montaña. https://cooperativahidroelectrica.org/ (23 de julio de 2019).
  7. Antonio Gómez, “Formaliza desarrollo del consorcio energético de la montaña,” El Nuevo Día. 28 de febrero de 2019, https://www.elnuevodia.com/noticias/politica/nota/formalizadesarrollodelconsorcioenergeticodelamontana-2479573/.
  8. “Casi 15,000 abonados pueden venderle energía a la AEE,” Primera Hora. I de julio de 2019, https://www.primerahora.com/noticias/gobierno-politica/nota/casi15000abonadospuedenvenderleenergiaalaaee-1350558/.
  9. José Molinelli, “Sinopsis de la Evolución Geológica de Puerto Rico.” Manuscript. Page 2.
  10. José Molinelli, “Evolución Tectónica de la Placa del Caribe.” Manuscript. Figure 7.
  11. Marisa Mulero, “Historia Geológica de Puerto Rico.” Manuscript. Page 4.
  12. Daniel Laó, “Sierra Bermeja: testimonio de historia boricua,” Ciencias Terrestres, Geología y Puerto Rico. https://geolpr.com/2014/03/07/sierra-bermeja-testimonio-de-historia-boricua/ (23 de julio de 2019).

Contributor

Anayra Santory Jorge

Anayra Santory Jorge led the editorial branch of Para la Naturaleza, a non-profit organization linked to the Puerto Rico Conservation Trust from 2018–20. She has a doctorate in Philosophy and a daughter named Ana. She is a professor at the University of Puerto Rico, Río Piedras, where she teaches at the Philosophy Department and the Women and Gender Studies Program. She has been a columnist at the cultural magazine 80 grados since its inception. Her latest book, Convidar (Editorial Educación Emergente, 2020), is a collection of essays written by scholars and activists about life in Puerto Rico under the COVID-19 pandemic.

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